lunes, 2 de enero de 2012

(sin nombre)

Continuaron siendo imperfectos, terribles, magníficos e inmortales mientras la niebla presaba sus cuerpos por las mañanas, entre las sábanas blancas y sombrías con perfume de supervivencia, su mezcla de voces y risas, de todo aquello que había vivido allí cuando no estaban, cuando las líneas de colores comenzaban a flotar oliendo a rocío, oliendo a día recién comenzando. El petirrojo temblaba, al borde del abismo, pensando en Varsovia como una vida que se rompió por darle tantas vueltas y ellos sólo buscaban hacerse el amor entre la bruma. Pero estaban aprendiendo a cambiar (aunque aceptarlo les doliera en lo más hondo).

Yo los conocí cuando aun no querían cambiar la realidad que los acechaba ocasionalmente, cuando su piel estaba salpicada en lunares y pecas y su ropa era semejante al melón en verano. Cuando sabían terminar las frases en francés sin atragantarse con la lengua en la garganta. Yo, entonces, los conocí a ella limpia, a él limpio, sonreían fácilmente y entonces era difícil separarlos aún encajados en ese mismo piso con árboles y flores colgadas con cuerdas semejantes a cordones umbilicales, ese rincón cuyos armarios olían a naftalina y ropas de finados que brotaban más de los cajones que de sus propias pieles.

Le gustaba verla morder la manzana roja (tan roja como la sangre que el petirrojo sorbe de las vísceras que brotan del cuerpo de una hoja, manchándose el pico), en cierta forma carnívora, mirando a través de la ventana, divertida, provocadora, observando coqueta, buscando insaciable la niebla en los ojos de los demás, haciendo nacer versos de esos ojos, ese cuerpo de ave y ese pecho de jaula abierta. Cómplice sería el aroma embriagador del café recién hecho que se colaba por cada uno de los rincones de la habitación y la radio, esa medusa que endurece a miles de personas oyéndola fijamente, esa sirena que no deja de cantar, que promete tanto...

-No te ahogues. Aún me acuerdo de Varsovia -solían decirse, gesticulando con las pupilas dilatadas cual platos negros. Y aunque no me saliera la voz, yo lo sabía. Lo intuía y sonreía un poco porque era bello pensar que alguien recordaba sin miedo ni manos que tiemblan al sacarse la ropa, a Varsovia como todo aquello que tenía dentro.