domingo, 13 de noviembre de 2011

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Nada supimos de los perros. Si volvieron a bailar, si comenzaron a amar, si sus cuerpos se volvieron a topar bajo la tormenta de la que tanto discutían. Nada volvimos a saber de ellos, ni del más cachazudo que nos calaba los huesos, que nos hundía el pecho y nos había hecho estimarlo para siempre. Nunca más nada, ni una postal ni restos de sus trenzas. Ni la veslumbre de una voz a lo lejos, en el viento, ni una pequeña risa cálida que nos abrazara por la cintura cuando nuestro cuerpo lo merecía a principios de Septiembre. Nada. Ni siquiera eso.

Pero acababas de vestirte con tu pollerín cobalto y tu cuerpo temblaba, tus manos mecían la luz, tu pelo oscuro engendraba un cerco cual sombra en tu frente y tus ojos estaban perdidos en una conjetura imperceptible casi invisible a los ojos humanos; solías canalizar tu ira por rincones inéditos y fríos con tu voz, una buena voz que con su enojo se comía a las sombras que nos acechaban alguna vez.
-Soñé. -dijiste mientras zampabas una pieza de la tostada con mermelada de arándanos.- Una vez soñé que volvían.
-¿Y cómo se sintió?- pregunté.
Dudaste sin decir nada. Levemente, la cabeza hacia un lado y el otro, sintiendo el atisbo de tus sueños y una leve alegría inconmensurable de recordar el sueño a duras penas.
-Fue un sueño bueno, al fin.- dijiste, finalmente. Llorabas. Llorabas con los ojos secos, la boca roja, recta y hacia adentro, a veces sonriente. Pero allí estaba tu llanto en el recuerdo, en el sueño, en las mejillas frías y blancas, estaba el llanto seco que te carcome a veces y se enquista en tus lóbulos, cuando olvidabas que estabas aquí, que morías mientras lo hacías. Y mientras todos creían que era simple, no lo era. Nada podía serlo cuando se trataba de recordarlos, de recordar cuando ellos venían a tus encuentros para sacudirte las mantas y contarte que vos habías acabado con ellos.
-Traveler, seguro que lo fue.- dije yo.
Entonces comenzaste a sonreír. Sonreías alegremente, el sol nuevamente reconocía tus facciones, sonreías de verdad mientras recordabas como eran ellos de niños, cómo jugaban en la calle con caritas cargadas de sueños oliendo con avidez la tierra húmeda del piso, escapando por la puerta hasta los pastizales del fondo; los sauces llenos de bichos-canasto... Ellos elegían uno bien grande para sentarse en su sombra a la derecha de un hormiguero para comenzar a apretar al canasto hasta que la oruga se asomara y luego reír. Debatían anhelando librarse de algunas hormigas y era peor pues venían más hormigas y algunas realmente rabiosas.. Los vecinos se quejaban tanto del ruido, de que ibamos y veníamos a toda hora... Además peleabas con la portera y con las mujeres del inmueble que rondaban entre los cincuenta y sesenta. Te acordás y volvemos a estar allí, en el teatro de otros tiempos, en el que los muchachos eran pequeños perritos y no caudillos de venas destruídas. El tiempo antes del ácido, de la cocaína que los venció, aquel tiempo en el que todos eran felices sin saber que luego morirían.