domingo, 31 de julio de 2011

I

Yo me reía, pero sabía que hacía segundos había susurrado que lo amaba mientras dormía. Nunca supe si, por milagros, lo había oído. Nunca había visto una fisonomía tan angelical y perfecta como la suya al dormir. Me recordaba a los acuarios que solíamos visitar, y las calles que recorríamos todas las tardes ingresando a las tiendas. Era potencialmente cierto que tenía desesperadas ganas de marcharme ya que sentía regocijos en mi estómago, sentía esa alegría absurda tomarme por las caderas para incitarme a cruzar la calle. Sin embargo, luego de tantas conversaciones, no querría haber estado en otro lugar.

-Te marchas, ¿eh?- me dijo al amanecer, con los ojos entreabiertos y una camiseta negra que llevaba a menudo. No supe que contestar, permanecí en silencio. Mis manos se mezclaron en su pelo y le regalé un beso como jamás lo había hecho a nadie a lo largo de mi vida.
-Necesito regresar a Oregon.- le dije un rato después. Prometí no llorar. Me repetí mil veces no llorar mientras mis carnes internas se cocinaban al fuego del dolor. Nunca olvidaré su rostro de decepción. Esa misma noche, a las cuatro de la mañana, decidí regresar a Oregon, en donde el cielo es realmente azul. Me bastó con cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar...

Era diplomada, rubia, tenía una uña encarnada y unos inmensos ojos marrones que estaban cansados de observarlo desde afuera con una mirada que para él sería memorable. Me miró con lástima mientras sus conductos lagrimales dejaban el orgullo a un lado. Aún lo recuerdo. Me vuelve la sensación de que mi cuerpo se quedó atrás de mí, como todo. Como si mi alma fuera el alma de un cuerpo que no existe. Con voz seca, en el colectivo, rememorando todo aquello, repito los versos de alguna canción antigua de Vera Lynn.

Estaba bien, sí.