sábado, 16 de julio de 2011

en los susurros caben vidas

Allí estaba ella, parada en la vereda cual maniquí con su estómago lleno de tostadas con miel y café. Estiraba sus puños de manera que el frío no irrumpiera en sus extremos con el fin de congelar sus falanges y estremecerla por tal sensación. No todos sabían mucho sobre esa mujer habitante de este mundo roto, sólo sabían que adoraba la sopa recalentada, el café, las tostadas y la pasta, y que era una valiente más que prefería luchar contra cualquier sensación fastidiosa. No había nadie que la conociera del todo, pues ella era simplemente una persona más que se paraba en el cordón de la calle esperando el colectivo cual estatua divina, anhelando sentarse en las congeladas estructuras interiores de él. Conocían sus gritos y sus miedos, sus caras de confusión, sus rumores y su alma en pena por su difunto novio. La habían visto huir reiteradas veces quién sabe de qué, sólo la veían con cara amordazada, similar a la de un animal cuando intentan apresarlo. También la habían visto reírse con esa sonrisa enorme que salía desde la boca de su estómago, una de esas sonrisas verdaderamente voraces que atraen a las miradas en una forma virtuosa cual imán a las limaduras del hierro, con la cual simulaba conocerse el mundo de memoria. La veían en el ascensor con una blusa blanca, la veían descender de los quince pisos que la separaban de la calle.

Sus pasos hacían ruido en el asfalto congelado. Por momentos, temía ser perseguida por alguna clase de estructura, pero al voltearse no había nada ni nadie, nadie más que una suave brisa que anhelaba abrazarla o tomarla por los hombros, o simplemente sorprenderla. Nadie más que un inocente perro. Ella odiaba a los animales. Quizás no sentía tanto odio, pero detestaba que susurraran cosas sobre ellos. Detestaba las anécdotas sobre los animales, y siempre creyó que no podía mantener a ninguno, y mucho menos cuando su difunto novio no estaba siquiera espiritualmente presente. Pero en ese entonces, sintió que la mirada de a
quel animal llamaba su atención; quizás porque hacía que se detuviera a mitad de camino, o quizás porque sentía que su mundo se detenía en esos pasos cortos que daba. Uno nunca sabe por qué precisamente, sólo sabía que debía ser cortés con el para que la dejara en paz. Ella podía ver como sus ojos se abrían al sentir el trazo tenue del sol del amanecer. Se revolvía un poco hasta agacharse y el perro comenzaba a lamer sus dedos, sus manos y más tarde sus mejillas; le vibraba el corazón. Él levantaba su mirada negra y respiraba aire fresco, dejando la marca de su esencia en él. Movía la cola mientras ella sentía que su fisonomía era i
ncreíblemente perfecta y distinta a los demás, y que su pelaje gozaba de una textura celestial y única cual algodón. De pronto, los susurros caninos se volvían reales, y ella comenzaba a oír una voz. Arrópame, guárdame, quiéreme, mírame, decía.

Ella seguía acariciándolo, y de pronto podía ver como su mano atravesaba su cuerpo, cómo lentamente el bicho desaparecía y se volvía una leve brisa. El animal había desaparecido completamente y su voz también, su textura y sus miedos, y su mirada abierta como la de un ciervo, habían desaparecido. Y ella, de pronto, también. Se volvía transparente y el aire la penetraba, apretaba sus costillas, la sentía en sus manos, abrumada. Tarareando una canción, desapareció...