Yo ladeaba la cabeza y sin sonreír, le decía que olía a café en las mañanas de invierno, y que su corazón era tan amable como cualquier ciudad del universo. Sus ojos se abrían sorprendidos, y yo me encontraba contemplado por una mirada gris y abismal, admirando su rostro traslúcido, su piel blanca como la cal. Se nos enfriaban los respectivos cafés en ese lapso de microsegundos ya que ambos eramos incapaces de ver lo que realmente había dentro de nuestros cuerpos. Ella no insistía, no volvía a mirarme. Y en ese entonces yo dibujaba, con el dedo índice de mi mano, su figura en un campo extraño como el aire, como los profundos recintos de aire pesado que van y vienen… como su anatomía friolenta y parisina…
Entonces llegaba a mi morada, el único sitio de este mundo
en donde podía contemplar la paz con los ojos abiertos de par en par como platos, y abría la ventana para dejar fluir aquel perfume viejo y cruel que torturaba mis neuronas y mordía mis labios, absorbiendo simultáneamente mi aliento, como una muerte instantánea del alma que no permitía variar mis muecas… Y el aroma fluía permitiendome olvidar ese tacto áspero que disfrutaba entre sus huesos y entre sus sueños, hasta tal punto que el aire urbano se sentía vencido por su delicadeza...