martes, 22 de febrero de 2011

(fiestas y pasteles)

Con los ojos abrumados por tontas lágrimas, Maya se veía en el espejo como una figura desmoronada, dejada. En el día de su cumpleaños no deseaba más que desaparecer o pasar el rato en la playa hasta ver la puesta del sol. Sin canciones, ni pasteles, ni regalos. Algunas palabras no lograban ahogar a nadie en una realidad tan oportuna y tan vasta como son los pensamientos de Maya, inmensidades y oleajes, suelos arenosos que la arrastran hasta el fondo de cavidades océanicas.

-¿No hay nada que quieras por tu cumpleaños?- preguntó la consejera.

Quisiera experimentar la perfección, pensó. Un minuto más tarde no podía esbozar ni una palabra ni un gesto, más que el intento de liberar algunas palabras mientras luchaba por inhalar aire. Un profundo ceño hizo surgir arrugas en su frente. Su mente se encerraba en lenguas de fuego y entre ambas tejían un silencio sepulcral con sus finas manos. La idea de buscar el peligro en su ciudad le parecía algo interesante. Era más oportuno concentrarse en el sentimiento de decepción en vez de sumergirse en un gran abismo de mentiras.

Mientras su amiga intentaba descocer aquel silencio...
-Ya sabes lo que quiero -la interrumpió.
-Maya...
-Quiero la perfección. Tener dientes blancos, un novio increíblemente bello y unas amigas que sean más que una tonta consejera. Quiero renacer, o hacer como si nunca hubieran existido mis historias. Mis cumpleaños. ¿Por qué? ¿De qué valen? Si las personas que deseo jamás estarán a mi lado. -bramó furiosa.

Maya miraba fijamente a través de la ventana durante un buen rato, mientras sus pensamientos se mecían con lentitud por su mente, sin irse a ningún lado.
De un instante al otro, se volteó para ver a la consejera, pero así como la vio entrar, sus pupilas la siguieron hasta la puerta de salida en su alcoba. Golpeó la cabeza contra el cristal de la ventana con ira, evitando que pequeños fragmentos cristalinos salieran despedidos hacia cada recóndito lugar de su habitación. Cuantas historias habrá guardado aquel cristal, cuantas vidas habrá dejado y cuantas vidas quedarán aún allí, estancadas, observando a Maya mientras se transforma, lentamente, en una aficionada de la soledad. Pensar en todo esto la hacía sentir estúpida, era un simple cumpleaños, y la consejera era la única persona que restaba en su lista.

El agua fría se entremezcló con su pelo, y desde allí danzó por sus mejillas como dulces lágrimas. Eso le ayudó a aclarar su mente mientras restañaba el agua de sus ojos café.

Deja de intentar ser perfecta.